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martes, 14 de abril de 2009

En el lecho del deseo, de Laura Lee Guhrke

Sinopsis:

La noche en que lady Viola conoció al apuesto vizconde John Hammond, se enamoró perdidamente de él. Embebida por los efluvios de un apasionado cortejo, Viola no conoció la verdad hasta que pronunciaron el «sí, quiero»: su querido John nunca la había amado, se había casado con ella por su fortuna... y peor aún, él no veía nada malo en ello. Con el corazón destrozado, juró no volver a permitir que aquel sinvergüenza decepcionante compartiera su lecho.

Ahora, tras años de matrimonio fingido, John necesita un heredero, por lo que se enfrentará a un desafío delicioso, intrigante: seducir a su propia mujer. Debe persuadir a Viola de que vuelva al lecho del deseo, pero esta vez, será él quien pierda el corazón.

Opinión:

Si parto de la base que esta autora me gusta mucho cómo escribe y que desde que descubrí su primer libro decidí comprar los siguientes... y si por otra parte no me paro a hacer ningún tipo de análisis y me centro únicamente en la historia que ha creado la autora, tengo que decir que este libro me ha gustado y que cumple sus expectativas. Ahora bien, si me pongo en plan crítica, le busco las vueltas y, como ya estoy harta de cosas simples y sencillitas decido profundizar un poco más, lo que diré –aun manteniendo lo dicho al principio- es que la autora se enrolla en exceso con los motivos que dan origen a la historia y hasta llega un momento que resulta cansina.

Al principio, John es un protagonista que me cae muy bien. Es irónico, seductor, ingenioso, orgulloso, con carácter. Es el típico protagonista que encandila.
Al principio, Viola no me termina de convencer. No consigo ese punto de empatía que su creadora pretende, a pesar de que se empeña con creces (una y otra vez, una y otra vez...) en contarme sus motivos.

Al principio, esta es la impresión que saco de los dos... al principio... Después los dos me resultan unos pánfilos.

Más de una tercera parte del libro no es más que dar vueltas al molino. Ella: que si no me fío, que si puse mi corazón a tus pies, que si me enamoré como una imbécil, que si tú sólo querías mi dinero, que si..., que si..., que si..., que si... Él: que si necesito un hijo, que si eres mi esposa, que si tú me echaste de tu cama, que si puedo obligarte, que si nunca te forzaría, que si... que si... que si... que si...

Hay algo que últimamente me fastidia y mucho en las novelas históricas y es el afán que tienen algunas autoras en presentarnos protagonistas “modernizados” convenientemente. En el caso de este libro, no me cuadra nada que un vizconde empeñado y necesitado de un heredero, casado ya y en los tiempos en los que se mueve, le dé todo el tiempo del mundo a su esposa, la corteje y además entienda sus motivos. Unos motivos que, por otra parte, tampoco son muy creíbles, no para ahora, desde luego, sino para la época en la que se desarrolla la historia. Y ya no sólo la época, sino la clase social a la que pertenecen.

Después está el hecho de que han pasado separados y sin atisbo de reconciliación ocho años. En ocho años cada cual ha vivido su vida. Eso estaría muy bien si la autora no pusiera después como excusa la cantidad de chispas que saltaban en sus encuentros sexuales. Ocho años y nada de nada, y después con motivo de la necesidad del heredero “¿te acuerdas lo que te hacía sentir? ¿recuerdas lo bien que lo pasábamos juntos? ¿te acuerdas de cómo éramos en la cama? ¿has olvidado nuestras mañanas, nuestros desayunos y la mermelada de frambuesa?”.
Ocho años en los que se han dirigido miradas frías, han cruzado apenas dos palabras y no han sentido ni frío ni calor... Y de repente ¡zas! todo resurge, todo se remueve, todo se recuerda. Ocho años en los que ella es incapaz de perdonar y oye, le cuesta tres cuartas partes del libro hasta que un buen día dice “¡hala, venga! no vaya a ser que las cosas que me dice sean verdad”.
Ocho años en los que él no sabe lo que es el amor, vamos que el pobre no tiene ni idea, en realidad Viola sólo le pone y le ha puesto siempre, oye y de repente se da cuenta de que la ama... apasionadamente.

Como la historia es en realidad flojita y la autora, ya terminándola, se debe dar cuenta de que no tiene mucha “chicha”, pues mete un elemento sorpresa (caramba, con lo orgulloso que estaba él de lo cuidadoso que había sido con sus amantes... ¡mecachis!), pero ya, pase lo que pase, ella está por perdonar, olvidar y ¡oh!, amar. ¿Y él?, pues él quiere ser un padre ejemplar, un marido modelo y lo pasado ¡pelillos a la mar!. Así que con elemento sorpresa o sin él, fueron felices y comieron perdices.

No puedo acabar sin hacer referencia a esos ojos color lodo del estanque ¡los más bonitos del mundo!. ¿Alguien ha visto alguna vez unos ojos color lodo del estanque? ¿No? por favor, ¡si es la última moda! además de una licencia de la autora que termina convirtiéndola en marca de la casa. Sí, la hija de ambos hereda ese singular rasgo.
Puesta a pensar qué color puede ser, he llegado a la conclusión de que marrones, vamos como tantos, o color panza de burro como decía una conocida mía, pero claro, color lodo del estanque queda infinitamente más poético.

En definitiva, el libro no es un bodrio (los hay mil veces peores), pero en un par de semanas lo único que me quedará de él será el recuerdo de unos ojos... es lo único que me ha llamado la atención, lo único original. No puedo quejarme, otras autoras no consiguen ni siquiera eso.


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