Tras el intenso final de la novela anterior, la tercera y última entrega de la trilogía Samsarí se adivinaba dura. Empecé a llorar en la página 12 de “Hasta la eternidad”, con una escena desgarradora, aunque esperada (no podía ser de otra forma, no en esta novela y los violentos mundos en los que nos adentra) y, desde ese momento, la trama me sumergió en un revuelo de emociones. Hay de todo: momentos dolorosos, otros de dejarte sin aliento, rabia, ternura, incredulidad… Como siempre, Mia Martin no da respiro.
Es un final trepidante para una trilogía que te mantiene el alma en vilo y en el que, por fin, encajan todas las piezas del inmenso puzzle que crea el argumento, dividido en dos épocas, cuatro protagonistas y una larga galería de personajes, cada uno con su propia historia y todas, de manera directa o indirecta, enlazadas con la trama principal.
Vemos eclosionar por fin los mundos de Durato y Licinia y de Roberto y Michela para dar vida a ese amor que va más allá del tiempo, un amor para toda la eternidad, un amor arrollador que pasa por encima de todo, incluso de la muerte. El asunto de la reencarnación está bien tratado y explicado. Me gusta que Roberto y Durato no sean la misma persona, aunque compartan alma. Cada uno tiene su propio carácter, aunque les unan algunos rasgos comunes. Ambos son guerreros, cada uno hijo de su tiempo, pero Durato es más reflexivo, acepta las normas y procura ser discreto cuando se las salta, algo que solo hace por amor a Licinia, nunca por otra razón. Por el contrario, Roberto no entiende ni sabe de reglas y desafiar el orden establecido es algo natural en él. Le hemos visto evolucionar a lo largo de la historia, pero no pierde su esencia y en esta parte, aunque más templado, es fiel a sí mismo, a su carácter arrollador y desafiante y a su forma de arreglar las cosas, que no siempre se ajustan a los códigos morales de la sociedad. No le tiembla la mano ante determinadas situaciones y esa ambigüedad del personaje, en vez de alejarle de Michela, le acerca aún más a ella, la única capaz de dar luz y calor al oscuro héroe.
Tampoco Licinia y Michela son la misma mujer ni evolucionan en la misma dirección. La primera ha crecido, dejando atrás a la joven acomodada del principio para convertirse aun mujer fuerte y luchadora, capaz de defenderse en un mundo hostil y de aceptar que ni ella ni su amor por Durato encajan en ningún lugar. Por su parte, Michela posee una mayor templanza y un equilibrio interior que la permite no hundirse entre tanto dolor. No deberíamos caer en el error de confundir la calma de Michela con debilidad. Ella afronta con verdadera fortaleza algunos de los episodios más dolorosos de esta última novela.
Lealtad, traición, venganza, amor y muerte se dan cita en esta entrega final, con alguna revelación inesperada y una acción trepidante, en medio de la cual vemos asentarse definitivamente el amor de Roberto y Michela y cerrar el círculo que se abrió muchos siglos antes de que nacieran. Hablando de círculos, me gustaría resaltar la excelente construcción de esta novela, sus tramas circulares, que enlazan con esa idea del samsara y del eterno retorno. Personajes y situaciones del pasado tienen su desdoblamiento en el presente, algunos de forma más obvia y otros más sutiles. Me encantaría desmontar aquí todo ese engranaje, pero daría demasiadas pistas y spoilers y, puesto que la autora ha propuesto este juego al lector, dejaré que los descubráis por vosotros mismos.
Desde luego, recomiendo esta trilogía, con una magnífica historia, bien documentada (aunque, en aras de la ficción y de la lógica narrativa, la autora se permita licencias históricas, tal como reconoce en su nota final, pero que no impiden que disfrutemos de la narración) y, sobre todo, que es capaz de emocionar al lector y hacerle sentir toda la turbulencia emocional que recogen sus páginas.
Marian Viladrich
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