Ella buscaba un hogar, él, la redención... y se encontraron el uno al otro.
Leah Mundy se había pasado la vida yendo de un lado a otro, un paso por delante de la horrible reputación de su padre. Lo que quería a esas alturas era crear su propio hogar y dirigir un consultorio médico en Coupeville, un pueblecito situado entre las majestuosas islas y montañas del territorio de Washington. Pero sus vecinos no estaban dispuestos a confiar en una recién llegada, sobre todo si se trataba de una joven que hacía el trabajo propio de un hombre.
Jackson Underhill era un fugitivo por culpa de un crimen que no había cometido, pero no tenía forma de demostrar su inocencia y estaba desesperado cuando amenazó a Leah a punta de pistola. Necesitaba su ayuda como doctora, pero no tardó en darse cuenta de que ella también era capaz de sanarle el alma; aun así, la vida como fugitivo le había endurecido, y Leah sabía que iba a ser imposible que tuvieran un futuro juntos... a menos que se enfrentaran al pasado y aprendieran a confiar en el redentor poder del amor.
Últimamente leo bastante poco, me encuentro en un período de sequía romantiquil. No encuentro novelas que me enganchen o que tras echar un vistazo a la sinopsis, me apetezca leerlas. Por ello, Corazones errantes ha sido una sorpresa. Ha logrado despertarme de un largo letargo como el beso del príncipe a la bella durmiente y me dan hasta ganas de marcarme un baile. Ya desde el principio, notas que los personajes no te van a decepcionar.
Leah Mundy o la doctora Mundy, para hablar con propiedad, debe lidiar con el rechazo que sienten muchos de sus vecinos por el hecho de ser médico y mujer. Claro que el rechazo es relativo porque luego no dudan en solicitar sus servicios si alguna enfermedad les visita. Eso sí, la mayoría de ellos se olvida de pagar la minuta y la señorita Mundy alquila las habitaciones de su casa para poder llegar a fin de mes. Su vida transcurre sin sobresaltos, hasta que en medio de una tormenta, un desconocido entra en su casa preguntando por el doctor Mundy y Leah, acaba a punta de pistola a bordo de un barco. Allí la espera Carrie Underhill, una criatura frágil y delicada. Empieza así una historia de amor que me ha tenido pegada al sofá.
Salvo por las primeras páginas, Jackson T. Underhill es como un osito de peluche. Es un tipo leal, fiel hasta la médula, un buscavidas criado a golpes. Utiliza las cartas y las trampas, para ganarse la vida cuando lo necesita. Está empeñado en que Carrie, la niña a la que protegía en el orfanato, viva feliz y despreocupada. Tanto esfuerzo no se ve recompensado porque Carrie es un ser egoísta y aprovechado. La encuentro despreciable y eso ha repercutido en que -de vez en cuando- haya sentido lástima por Jackson.
Me ha encantado la primera impresión que se lleva Leah de Jackson, cuando éste la apunta con un revólver. Está muerta de miedo pero percibe en su captor -y cito- un olor a lluvia, salmuera y desesperación. Una novedad entre tanto almizcle, cuero, sudor, olor a caballo, etc.
No es la primera vez que me pasa. Cuando me gusta mucho una novela, acabo comulgando con ruedas de molino. En este caso, veo de lo más normal del mundo, que en pleno siglo XIX, la doctora Mundy una mujer soltera y sin familia, acuda ansiosa cada noche al puerto, en busca de Jackson. La goleta desvencijada del comienzo ha sido adecentada y ha acabado por convertirse en el nidito de amor de la solterona y el fugitivo. Leah da rienda suelta a sus inhibiciones tras pensárselo mucho y la verdad es que la lectora lo disfruta.
Destacar también que Susan Wiggs, no se centra únicamente en la pareja protagonista. Un aplauso para: los habitantes de la casa de huéspedes, Sophie (la amiga doctora), Joel el infatigable marshal y porqué no, también para el difunto padre de Leah que a pesar de sus desprecios no ha podido doblegar a su hija.
Lilian
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